miércoles, 4 de mayo de 2011

ESAS COSAS QUE HACEMOS!!

ESAS COSAS QUE HACEMOS

John Zerzan

Anarchy, 45, primavera-verano 1998.

REIFICACIÓN*

Del latín “re”, o cosa, reificación significa, esencialmente, cosificación; un poco en el sentido en que Theodor Adorno, entre otros, afirmaba que la sociedad y la conciencia han sido casi completamente cosificadas. A través de este proceso, las prácticas y las relaciones humanas llegan a ser vistas como objetos externos. Lo que está vivo termina siendo tratado como una cosa inerte o abstracción. Se trata de un cambio de los acontecimientos que se experimenta como natural, normal, inmutable.

En Tristes Trópicos Claude Lévi-Strauss ofrece una imagen de este proceso de reificación en términos de atrofia de la civilización occidental: “como un animal viejo cuya espesa piel ha formado una costra imperecedera alrededor de su cuerpo, la cual, al evitar que la piel pueda respirar, termina por acelerar su proceso de envejecimiento” Esta pérdida de sentido, inmediatez y energía espiritual en la civilización occidental constituye igualmente un tema importante en los trabajos en los trabajos de Max Weber, el cual, se interesa también en la reificación de la vida moderna. Que esta falta de vida y de encanto parezcan de algún modo inevitables e inmutables, y sean, en gran parte, admitidas, precisamente, como una concesión, es un importante resultado de la reificación, algo inseparable de ella.

¿Cómo llegaron las actividades y relaciones humanas a separarse de sus sujetos y a adoptar una “vida” como de cosa, por ellas mismas? Y, dada la evidente mengua de la creencia en las instituciones y categorías sociales, ¿qué mantiene unidas las “cosas” en la sociedad cosificada?

En un mundo comprendido de forma creciente por las más rígidas formas de extrañamiento, términos como reificación o alienación ya no se encuentran en la literatura que supuestamente se ocupa de ese mundo. Aquellos que declaran no tener ideologías son a menudo los más constreñidos y determinados por esa ideología dominante que son incapaces de ver, y es posible que el mayor grado de alienación se alcance allí donde la conciencia no llega. El término reificación fue ampliamente usada en la definición que de él dio el marxista Georg Lukacks, a saber: una forma de alienación resultado del fetichismo de la mercancía de las modernas relaciones de mercado. Las condiciones sociales y la situación del individuo se han convertido en una función misteriosa e impenetrable en lo que comúnmente denominamos capitalismo de consumo. Somos aplastados y cegados por la fuerza reificante de la etapa del capital que comenzó en el siglo XX.

Pienso, no obstante, que puede ser útil retomar el término reificación para establecer un significado más profundo y dinámico. Lo simple y directamente humano está siendo en realidad evacuado de un modo tan cierto como que la naturaleza misma ha sido domesticada y convertida en un objeto. En el universo helado de las mercancías, el reinado de las cosas sobre la vida resulta obvio, y la frialdad que Adorno vio en el principio básico de la subjetividad burguesa está alcanza nuevos mínimos.

Pero si la reificación es el elemento central a través del cual la forma mercancía impregna toda la cultura, es también mucho más que eso. Kant conoció el término, y fue Hegel, poco después, quien hizo un mayor uso de él (y de la objetivación, su equivalente aproximado). Él descubrió una ausencia radical del ser en el corazón del sujeto; es aquí donde podemos indagar fructuosamente.

El mundo se nos presenta por sí mismo – y nosotros lo re-presentamos. Pero, ¿de dónde viene la necesidad de hacer esto? ¿Sabemos lo que realmente simbolizan los símbolos? ¿Será cierto que deben ser poseídos y no representados?. Los signos son, básicamente, señales, esto es, correlativos; los símbolos, sin embargo, son sustitutivos. Como explica Husserl, “el símbolo existe efectivamente en el momento en que se introduce algo más que vida” Es posible que la reificación sea el corolario inevitable, o un subproducto, de la simbolización misma.

Como mínimo, parece haber fundamentos reificados en todas las estructuras de dominación. Calendarios y relojes formalizan e incluso reifican el tiempo, el cual fue, probablemente, la primera reificación de todas. Una estructura social dividida supone un mundo reificado principalmente, porque es una estructura simbólica de roles e imágenes, no de personas. El poder cristaliza en las redes de dominación y jerarquía tan pronto como la reificación entra a formar parte de la ecuación. En el productivista mundo actual, la extrema división del trabajo alcanza plenamente su significado original. Cada vez más pasivos y faltos de sentido, nos reificamos sin parar a nosotros mismos. Nuestro creciente empobrecimiento nos aproxima a aquella condición en la que apenas somos meras cosas.

La reificación permea la cultura posmoderna, en la cual sólo las apariencias cambian y parecen estar vivas. Lo espantoso de nuestra posmodernidad puede ser visto como un destino de la historia de la filosofía, un destino que va más allá de ella. La historia, como tal historia, comienza como una pérdida de integridad, como la inmersión en una trayectoria externa que desgarra el yo en partes. La negación de la elección humana y de su efectivo ejercicio es tan vieja como la división del trabajo; sólo su drástico desarrollo o plenitud es nuevo.

Hace unos 250 años el romántico alemán Novalis se lamentaba porque “el sentido de la vida se ha perdido” El cuestionamiento generalizado del sentido de la vida sólo puede aparecer en torno a este momento -justo cuando el industrialismo realiza su más temprana irrupción. Desde entonces, la erosión del sentido se ha acelerado rápidamente, recordándonos que la función sustitutiva de la simbolización es también una prótesis. El reemplazamiento de la vida por lo artificial, como la tecnología, implica una cosi-ficación. La reificación es también, al menos en parte, un imperativo técnico.

La tecnología es “la habilidad para organizar hasta tal punto el mundo, que no necesitamos experimentarlo”. Se supone que debemos negar lo que hay de vivo y natural en nuestro interior para asentir a la dominación de la naturaleza no-humana. La tecnología se ha convertido, sin lugar a dudas, en el gran vehículo de la reificación. Sin olvidar que está inmersa y encarna una esfera del capital, la reificación nos subordina a nuestras propias creaciones objetivadas. “Las cosas están en el poder y conducen la humanidad” señaló Emerson a mediados del siglo XIX. No se trata de un giro reciente de los acontecimientos; refleja, más bien, el código maestro de la cultura ab origino. La separación de la naturaleza, y su consiguiente pacificación y manipulación, hace que uno se pregunte, ¿está desvaneciéndose el individuo? ¿ha sido la cultura misma la que ha puesto esto en marcha? ¿cómo es posible que una expresión tan reificada como “Los niños son nuestro más preciado recurso” no le parezca a todo el mundo repugnante?

Somos cautivos de mucho más que lo meramente instrumental, alimento para el funcionamiento de otros objetos manipulables, pero también de lo continuamente simulado. Nos hayamos exiliados de la inmediatez, en un espacio descolorido y aplanado en el que el pensamiento lucha por desaprender su alienado condicionamiento. Merleau-Ponty falló en su búsqueda pero, al menos, ayudó a encontrar una ontología primordial de la visión anterior a la ruptura entre sujeto y objeto. Es la división del trabajo, y sus resultantes formas conceptuales de pensamiento, lo que permanece invariable, retrasando el descubrimiento de la reificación y del pensamiento reificado.

Después de todo, es nuestra forma entera de conocer lo que ha sido deformado y disminuido, y esto debe ser entendido como tal. La “inteligencia” es ahora una externalidad a medir, equiparable a la pericia para manipular símbolos. La filosofía se ha convertido en la racionalización más elaborada de la reificación. Y de un modo más general, el ser mismo es constituido como experiencia y representación, como sujeto y objeto. Esta conclusión debe ser criticada de un modo tan fundamental como sea posible. El elemento vivo, activo, del conocimiento, debe ser desvelado, por debajo de la reificación que lo enmascara. El conocimiento, a pesar de la ortodoxia contemporánea, no es computación. El filósofo Ryle vislumbró que la forma de pensamiento más básica puede ser aquella que no cuenta con representación simbólica. Nuestras nociones de la realidad son producto de un sistema simbólico construido, cuyos componentes se han solidificado a lo largo del tiempo en reificaciones y objetivaciones, del mismo modo en que la división del trabajo fundió la dominación de la naturaleza y la domesticación del individuo.

El pensamiento capaz de producir cultura y civilización es distante, no sensorial. Se abstrae del sujeto y deviene un objeto independiente. Eso quiere decir que las sensaciones son mucho más resistentes a la reificación que las imágenes mentales. El discurso platónico es un primer ejemplo de pensamiento que procede a expensas de los sentidos, mediante la separación radical entre percepciones y conceptos. Adorno llama la atención sobre una variante más saludable, cuando observa que en los escritos de Walter Benjamin “el pensamiento acosa al objeto, como si tocándolo, oliéndolo, probándolo, quisiera transformarse a sí mismo”. Y Le Roy está probablemente muy cerca de este indicio cuando dice que “renunciamos a la concepción sólo para querer la percepción”. Históricamente determinado, en el sentido más profundo del término, el aspecto reificado del pensamiento es una “desventura” cognitiva más.

Husserl, entre otros, concibió la representación simbólica como originalmente diseñada para ser un suplemento temporal de la auténtica expresión. La reificación entra en escena, de forma un tanto paralela, cuando la representación pasa del estatus de noción usada para propósitos específicos al de objeto. Sean o no adecuadas estas tesis, parece, al menos, evidente que existe una fisura ineluctable entre la abstracción del concepto y la riqueza de la red de fenómenos. En este sentido es importante la conclusión de Heidegger de que el auténtico pensamiento es “no-conceptual”, una especie de “escucha reverencial”.

Siempre de la mayor relevancia es la violencia que un ethos pertinazmente invasor perpetra contra la experiencia vivida. Gilbert Germain ha comprendido cómo el ethos promueve decididamente un “olvido de la relación entre el pensamiento reflexivo y la experiencia perceptual directa del mundo del que éste proviene y al cual debería volver”. Y Engels apuntó de pasada que “la razón humana se ha desarrollado de acuerdo con la alteración humana de la naturaleza”, una manera suave de referirse a la relación entre objetivación, razón instrumental y la progresiva reificación.

En cualquier caso, el pensamiento de la civilización ha trabajado para reducir la abundancia que todavía se las arregla para rodearnos. La cultura es una pantalla a través de la cual nuestras percepciones, ideas y sentimientos son filtrados y domesticados. De acuerdo con Jean-Luc Nancy, la cosa más importante que representa el pensamiento representacional, es su límite. Heidegger y Wittgenstein, posiblemente los pensadores más originales del siglo XX, terminaron, siguiendo estas líneas de pensamiento, negando la filosofía. El reificado mundo de la vida elimina progresivamente lo que lo cuestiona. La literatura sobre la sociedad produce cada vez menos cuestiones básicas sobre la sociedad, y el sufrimiento del individuo es ahora raramente tenido en cuenta para nivelar esta sociedad incuestionada. La desolación emocional es vista casi completamente como un efecto de anormalidades cerebrales o químicas “naturales”, sin que tenga nada que ver con el contexto destructivo en el que el individuo, generalmente, ha soportado su condición narcotizada.

En un nivel más abstracto, la reificación puede ser neutralizada confrontándola con la objetivación, la cual es definida de un modo que pone a ésta en tela de juicio. En este sentido, la objetivación pretende significar una conciencia de la existencia de sujetos y objetos, y el hecho de ser uno mismo tanto sujeto como objeto. Hegel, en esta línea, se refiere a ella como la esencia última del sujeto, sin la cual no puede haber desarrollo. Adorno veía en una cierta reificación un elemento necesario en el necesario de objetivación humana. Al volverse más pesimista a cerca de la realización de una sociedad desreificada, Adorno usa reificación y objetivación como sinónimos, consumando una retirada desmoralizada de la diferencia que, sin duda, cada término reclama.

Creo que puede ser instructivo aceptar los dos términos como sinónimos, no para terminar aceptando ambos, sino para considerar la idea de exploración de la alienación. Dicha alienación requiere una alienación del sujeto con respecto al objeto, la cual es fundamental, parecería, para el propósito de reconciliarlos. ¿Cómo fui a parar a este horrendo presente, definible como una condición en la cual el sujeto reificado y el objeto reificado se oponen mutuamente? ¿Cómo es que, como William Desmond estableció, “la intimidad del ser es disuelta en la antítesis moderna de sujeto y objeto”?.

Del mismo modo que el mundo es modelado por medio de la objetivación, así ocurre con el sujeto: percibe el mundo como un campo de objetos abiertos a la manipulación. La objetivación se presenta como la base para la dominación de la naturaleza, como su otro externo, alienado. Aún más claro es el uso del término por Marx y Lukacs, como el camino natural por el cual los humanos dominan el mundo.

El movimiento que va de los objetos a la objetivación, de la realidad a las construcciones de la realidad, es también el movimiento hacia la dominación y la mixtificación. La objetivación es el punto de despegue de la cultura, en el que la domesticación se hace posible. Alcanza su máximo potencial con la división del trabajo; el principio del intercambio mismo se mueve en el nivel de la objetivación. Los trabajos de Kafka, por otro lado, describen el resultado de la objetivación de la lógica cultural, con su asombrosa ilustración de un paisaje reificado que aplasta al sujeto.

La representación y la producción son los planes de la reificación, la cual consolida y extiende su imperio. Por último, la orientación distanciadora, domesticadora, de la reificación decreta la creciente separación entre unos sujetos reducidos, endurecidos, y un campo de la experiencia igualmente objetivado. Como dice la corriente situacionista, hoy el ojo sólo ve cosas y sus precios. La génesis de esta perspectiva es mucho más antigua de lo que su formulación denota; el proyecto de desobjetivación puede obtener fuerza de la condición humana que prevalecía antes del desarrollo de la reificación. Se requiere un “futuro primitivo” donde una vida enredada con el mundo, y una fluida, íntima, relación con la naturaleza, reemplazará el cosificado reino de la civilización simbólica.

El síntoma más temprano de la vida alienada es la muy gradual aparición del tiempo. Como primera y más primordial reificación, el tiempo es virtualmente sinónimo de alienación. Ahora estamos tan profundamente acostumbrados y regulados por este “ello”, el cual , por su puesto, no tiene una existencia concreta, , que pensar en una época precivilizada, fuera del tiempo, es extremadamente difícil.

El tiempo es el síntoma de los síntomas por venir. La relación entre sujeto y objeto debe haber sido radicalmente diferente antes de que la distancia temporal llegara a la psique. Ha venido a colocarse sobre nosotros como una cosa externa – antecesor del trabajo y de la mercancía, separada y dominante como fue descrito por Marx. Esta fuerza de des-representación implica que la des-reificación significaría un retorno al presente eterno en el que vivíamos antes de entrar en la fuerza atractiva de la historia.

E. M. Cioran se pregunta: “¿Cómo puede contribuirse a rechazar lo absurdo del tiempo, su marcha hacia el futuro, y todos los sin sentidos sobre la evolución y el progreso? ¿Por qué ir hacia delante? ¿Por qué vivir en el tiempo?” La petición de Walter Benjamin de romper la reificada continuidad de la historia, estaba basada, de un modo un tanto parecido, en su anhelo por la integridad y unidad de la experiencia. En un determinado punto, el momento mismo se vuelve importante y no cuenta con otros momentos “en el tiempo”.

El reloj fue, por supuesto, el que consumó la reificación, disociando el tiempo de los acontecimientos humanos y los procesos naturales. Entonces, el tiempo era completamente exterior a la vida y estaba encarnado en el primer artilugio completamente mecánico. En el siglo XV Giovanni Tortelli escribió que el reloj “parece estar vivo, ya que se mueve por su propio impulso” El tiempo había pasado a medir sus contenidos, ya los contenidos no miden el tiempo. Solemos decir que “no tenemos tiempo”, pero es la reificación básica, el tiempo, el que nos tiene a nosotros.

La vida fragmentada no puede convertirse en la norma sin la victoria anterior del tiempo. La complejidad, particularidad y diversidad de todas las criaturas vivientes no puede perderse en el territorio estandarizado de lo cuantitativo sin esta objetivación clave. La pregunta por el origen de la reificación es una cuestión apremiante que rara vez ha sido perseguida de un modo suficientemente profundo. Un error frecuente ha sido confundir inteligencia con cultura; es decir, la ausencia de cultura es vista como equivalente a la ausencia de inteligencia. Esta conclusión se agrava aún más cuando la reificación es vista como inherente a la naturaleza del funcionamiento de la mente. Desde Thomas Wynn y otros, sabemos ahora que los humanos pre-históricos eran nuestros iguales en inteligencia. Si la cultura es imposible sin objetivación, de ello no se desprende que ésta sea inevitable, o deseable. Pese a lo receloso que era Adorno con la idea de los orígenes, admitió que, en sus orígenes, la conducta humana no contenía la objetivación. De un modo similar, Husserl fue capaz de referirse a la integridad primordial de todas las conciencias antes que a su disociación.

Captar este tipo de vida se ha probado, a lo sumo, como esquivo. Lévi-Strauss comenzó su trabajo antropológico con tal cuestión en mente: “Había estado buscando una sociedad reducida a su expresión más simple. Esta de los nambikawara era tan perfectamente simple que todo lo que podía encontrar eran existencias humanas”. En otras palabras, en realidad estaba buscando cultura simbólica y se veía mal equipado para reflexionar sobre el significado de su ausencia. Herbert Marcuse quería que la historia de la humanidad se amoldara a la naturaleza como una armonía sujeto-objeto, pero sabía que la “historia es la negación de la naturaleza”. La perspectiva posmoderna celebra positivamente la presencia reificante de la historia y la cultura negando la posibilidad de que un estadio pre-objetivacional haya existido nunca. Habiendo sido vencidos por la representación- y el resto de los presupuestos de la esterilidad del pasado, el presente y el futuro- difícilmente podría esperarse que los posmodernistas exploraran la génesis de la reificación.

Si no la reificación original, el lenguaje es la más importante en sus consecuencias, como piedra de toque de la cultura representacional. El lenguaje es la reificación de la comunicación, un movimiento paradigmático que determina cualquier otra separación de la mente. La variación que presenta el filósofo W.V. Quine con respecto a esto, es que la reificación aparece con la pronunciación.

“En el principio era el verbo”, el principio de todo esto, que nos está matando, limitando nuestra existencia a muchas cosas. Corolario de la simbolización, la reificación es una esclerosis que asfixia aquello que tiene vida, que es abierto, natural. En el lugar de la existencia se eleva el símbolo. Si nos resulta imposible coincidir con nuestro ser, arguye Sartre, en El ser y la nada, entonces lo simbólico es la medida de esta falta de coincidencia. La reificación sella el pacto, y el lenguaje es su uso universal.

Una mediación simbólica exhausta, que cada vez tiene menos que decir, prevalece en un mundo donde la mediación es ahora vista como el hecho central, incluso determinante, de la vida. En una existencia sin vitalidad o sentido, no queda nada más que el lenguaje. La relación del lenguaje con la realidad ha dominado la filosofía durante el siglo XX. Wittgestein, por ejemplo, estaba convencido de que la fundación del lenguaje y del significado lingüístico es la base primordial de la filosofía.

Este “giro lingüístico” se muestra aún más profundo si consideramos la totalidad de sentidos específicos del lenguaje, incluyendo su impacto original como un radical cambio de rumbo. El lenguaje ha sido fundamental para la obligación de objetivarnos a nosotros mismos, en un medio que crecientemente nos resulta ajeno. Así, para Heidegger resulta absurdo decir que la verdad sobre el lenguaje es que éste se resiste a ser objetivado. El acto reificante del lenguaje empobrece la existencia mediante la creación de un universo de significado suficiente en sí mismo. El caso extremo de “suficiente en sí mismo” es el concepto de “Dios”, y su definición última es, de modo revelador, “Yo soy el que soy” (Éxodo 4:14): Hemos llegado a considerar la naturaleza separada, auto-inclusiva de la objetivación, como la cualidad más alta, por lo que parece, en vez de cómo la degradación de lo “meramente” contingente, relacional, conectado.

Hace tiempo que ha sido reconocido que el pensamiento no es dependiente del lenguaje, por más que el lenguaje limite las posibilidades de pensamiento Gottlob Frege se preguntaba, si es posible pensar de un modo no reificado, ¿cómo se explica el que el pensamiento pueda siempre ser reificado?. La respuesta no se encontraría en el campo elegido por él, la lógica formal..

En realidad, el lenguaje ha de proceder como un objeto externo al sujeto, y moldea nuestro proceso cognitivo. La teoría psicoanalítica clásica ignora al lenguaje, pero Melanie Klein estudia la simbolización como un precipitante de la ansiedad. Traduciendo la intuición de Klein en términos culturales, la ansiedad por la erosión de un mundo no-objetivado, provoca el lenguaje. Experimentamos “la urgencia de empujar contra el lenguaje” cuando sentimos que hemos renunciado a nuestras voces, y son dejadas sólo con el lenguaje. Lo enorme de esta pérdida es sugerido en la definición de C.S. Pierce del “sí mismo” como consecuencia de la simbolización; “mi lenguaje”, al contrario, “es la suma total de mi ser mismo”, concluyó. Dada esta clase de reducción, no es difícil estar de acuerdo con Lacan en que la iniciación en el mundo simbólico genera una persistente añoranza que procede de la ausencia del mundo real. “La expresión hablada no es más que un sustituto”, escribió Joyce en Finnegaan’s Wake.

El lenguaje refuta toda apelación a lo inmediato desacreditando lo singular e inmovilizando lo móvil. Sus elementos son entidades independientes de la conciencia que los pronuncia, los cuales, en cambio, agobian dicha conciencia. De acuerdo con Quine, esta reificación juega un papel en la creación de un “sistema estructurado del mundo”, impidiendo las libres intenciones de la pura experiencia. Quine no reconoce los aspectos que limitan su proyecto. En su incompleto trabajo final, el fenomenólogo Merleau-Ponty comienza a explorar cómo el lenguaje disminuye una riqueza original, cómo, en realidad, trabaja contra la percepción.

En efecto, el lenguaje, como un medio separado, facilita un sistema estructurado, basado en sí mismo, que se enfrenta a la anárquica “libertad de fines” de la experiencia. Lo consigue, básicamente al servicio de la división del trabajo, evitando el aquí y ahora de la experiencia. “Ver es olvidar el nombre de la cosa que uno ve”, una afirmación anti-reificación de Paul Valéry, nos sugiere cómo las palabras se interponen en el camino de la aprehensión directa. Los murngin del norte de Australia ven el acto de dar nombre como una especie de muerte, como la pérdida de una integridad original. Un movimiento de pivote de la reificación tuvo lugar cuando sucumbimos a los nombres y nuestros nombres llegaron a ser inscritos en cartas. Quizá cuando más necesidad tenemos de expresarnos por nosotros mismos, entera y completamente, es cuando el lenguaje más claramente revela su reductiva e inarticulada naturaleza.

El lenguaje mismo corrompe, como declaró Rousseau en su famoso sueño de una comunidad despojada de él. El camino más allá de la aceptación de la reificación implica romper con el viejo hechizo de la representación.

Otro camino básico de la reificación es el ritual, el cual se origina como medio de inculcar el orden conceptual y social. El ritual es un esquema de acción objetivado, incluyendo una conducta simbólica que estandarizada y repetitiva. Esta es la primera fetichización de la cultura, y apunta de un modo decisivo hacia la domesticación. En relación a esto último, el ritual puede ser visto como el modelo original de calculabilidad de la producción. Siguiendo estos argumentos, Georges Condominas cambió la distinción comúnmente hecha entre ritual y agricultura. Su trabajo de campo en el Sureste asiático le permitió ver el ritual como un componente integrante de la tecnología de la agricultura tradicional

Mircea Eliade ha descrito los ritos religiosos como reales sólo hasta el punto en que imitan o repiten simbólicamente algún tipo de evento arquetípico, añadiendo que la participación sólo es sentida como genuina hasta el punto de esa identificación; esto es, sólo hasta el punto en que el/la participante deja de ser él mismo o ella misma. De este modo, el repetitivo acto ritual está estrechamente relacionado con la esencia despersonalizadora y devaluadora, de la división del trabajo y, al mismo tiempo, se acerca a una virtual definición del proceso mismo de reificación. Perderse uno mismo sometiéndose a un acontecimiento anterior, congelado: llegar a reificarse, algo que debe su supuesta autenticidad a alguna reificación anterior.

La religión, como el resto de la cultura, brota de la falsa idea de la necesidad de luchar contra las fuerzas de la naturaleza. Los poderes de la naturaleza son reificados, junto con aquellos de sus equivalentes religiosos o mitológicos. Desde el animismo al deísmo, lo divino se desarrolla contra un mundo natural descrito como amenazador y caótico. J.G. Fraizier vio los fenómenos religiosos y mágicos como “la conversión consciente de lo que ha sido hasta ahora considerado como ser viviente, en substancias impersonales”. Deificar es reificar, y un descubrimiento realizado por el arqueólogo Juan Vadeum en noviembre de 1997, nos ayuda a situar el contexto de domesticación de este movimiento. En Chiapas, Méjico, Vadeum encontró cuatro tallas de piedra mayas que representan los “abuelos” originales del poder y la sabiduría. Significativamente, estas figuras de importancia seminal para la religión y la cosmología mayas simbolizan la guerra, la agricultura, el comercio y los tributos. Como apuntó Feuerbaach, todo paso importante en la historia de la civilización humana empieza con la religión, y la religión sirve a la civilización tanto sustantiva como formalmente. En su aspecto formal, la naturaleza reificada de la religión es la contribución más potente de todas.

El arte es la otra temprana objetivación de la cultura, la cual es la que lo convierte en una actividad separada y le otorga realidad. El arte es también una cuasi-utópica promesa de felicidad, siempre incumplida. La traición reside en gran parte en la reificación. De acuerdo con Heiddeger, “ser una obra de arte significa fundar un mundo” pero este contra-mundo es impotente contra el resto del mundo objetivado del cual forma parte.

Georg Simmel describió el triunfo de la forma sobre la vida, el peligro que representa para la individualidad el sometimiento a la forma. El dualismo de la forma y el contenido es el anteproyecto de la reificación misma, y participa en las divisiones básicas de la sociedad de clases. En lo básico, hay una similitud abstracta y de algún modo estrecha en todas las manifestaciones estéticas. Ello es debido a una severa restricción de lo sensual, enemigo número uno de la reificación. Y, rememorando a Freud, es la represión del Eros lo que hace posible la cultura. ¿Puede ser casualidad que los tres sentidos excluidos del arte- tacto, olfato y gusto- sean los sentidos del amor sensual?.

Max Weber reconocía que la cultura “aparece como la emancipación del hombre del ciclo orgánicamente prescrito de la vida natural. Por esta razón,” continuaba, “todo paso delante de la cultura, parece condenado a conducir a una pérdida de sentido aún más devastadora”. A la representación de la cultura le sigue el placer por la representación, que reemplaza al placer por sí mismo. El deseo de crear cultura ignora la violencia en y de la cultura, una violencia que es inevitable dadas las bases del a cultura en la fragmentación y la separación.

Para Homero, la idea de la barbarie era inseparable de la ausencia de agricultura. Cultura y agricultura han estado siempre relacionadas por su base común de la domesticación; perder lo natural que hay dentro de nosotros es perder la naturaleza que está fuera. Uno deviene una cosa con el propósito de dominar las cosas.

Hoy día la cultura del capitalismo global abandona su pretensión de ser cultura, al mismo tiempo que la producción de cultura excede la producción de bienes. La reificación, el proceso de la cultura, domina cuando todo espera la naturalización, en un entorno constantemente transformado que es “natural” sólo en el nombre. Los objetos mismos –e incluso las relaciones “sociales” entre ellos- son vistas como reales sólo en tanto que son reconocidos como existentes en el espacio mediático o en el ciberespacio.

Una reificación que domestica lo representa todo; incluyéndonos a nosotros, sus objetos. Y esos objetos poseen cada vez menos originalidad o aura, como han planteado muchos comentaristas desde Baudelaire y Morris a Benjamin y Baudrillard”. “Ahora se esparcen desde América cosas vacías e indiferentes, cosas falsas, una vida postiza”, escribió Rilke. Mientras tanto todo el mundo natural se ha convertido en un mero objeto.

La práctica posmoderna se para las cosas de su historia y contexto, como en el recurso de insertar “comillas” o elementos arbitrariamente yuxtapuestos de otros períodos en la música, la pintura o las novelas. Eso da a los objetos una cierta autonomía desarraigada, mientras que los sujetos tienen poca o ninguna.

Parecemos ser objetos destruidos por la objetivación, con nuestra grandeza y autenticidad perdidas. Somos como el esquizofrénico que se ve a sí mismo activamente como a una cosa.

Hay una frialdad, incluso una falta de vida, cada vez más imposible de negar. Una palpable situación de “algo ausente” es inherente al indiscutible empobrecimiento de un mundo que se objetiviza a sí mismo. Nuestra única esperanza puede residir, precisamente, en el hecho de que la locura del conjunto es sólo aparente.

Todavía sostienen algunos que la reificación es una necesidad ontológica en un mundo complejo, lo cual es exactamente lo significativo. El acto de des-reificación debe ser la vuelta a una vida simple, no dividida. La vida congelada y disimulada en las cosas no puede volver a despertar sin una vasta de-construcción de este cada vez más estandarizado, masificado, extraviado mundo.

Hasta fecha muy reciente –hasta la civilización- la naturaleza fue un sujeto, no un objeto. En las sociedades de cazadores-recolectores no existía una división estricta o una jerarquía entre lo humano y lo no humano. Es preciso restaurar la naturaleza participativa de las conexiones desvanecidas, aquella condición en que el sentido estaba vivo, no objetivado en una cuadrícula de cultura simbólica. La visión tan positiva que tenemos ahora de la prehistoria supone una perspectiva de recuerdo anticipatorio: ahí está el horizonte de la reconciliación sujeto-objeto.

Esta anterior participación con la naturaleza es el reverso de la dominación y el distanciamiento que se encuentra en el corazón de la reificación. Nos recuerda que todo deseo es un deseo de relación, tanto reciproca como animada. Hacer de ello algo cercano, o presente, constituye un proyecto práctico gigantesco, que pondrá fin a esta época oscura.

JOHN ZERZAN


No hay comentarios:

Publicar un comentario